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Saúl estaba dispuesto a matar injustamente a su propio hijo con tal de honrarse a sí mismo. Pt 7.

  • Foto del escritor: Juan Escobedo
    Juan Escobedo
  • 14 may 2020
  • 7 Min. de lectura

Jonatán, el hijo del rey, hombre que temía al Señor, fue escogido como el instrumento que había de liberar a Israel. Movido por un impulso divino, propuso a su escudero que hicieran un ataque secreto contra el campamento del enemigo. “Quizá—dijo él—hará Jehová por nosotros; que no es difícil a Jehová salvar con multitud o con poco número.”


El escudero, que también era hombre de fe y oración, le alentó en su plan, y juntos se retiraron secretamente del campamento, no fuese que sus propósitos encontraran oposición. Así, Saúl ni nadie se dieron cuenta de su partida. Después de orar con fervor al Guía de sus padres (Dios), convinieron en una señal por medio de la cual determinarían su modo de proceder. Si los filisteos les decían que bajarían de la montaña hacia ellos, era mala señal. Pero si los filisteos los invitaban a subir, “Jehová se los había entregado en sus manos”. Avanzaron en silencio, a la sombra de la roca y parcialmente ocultados por el valle. Al aproximarse al fuerte filisteo, fueron vistos por sus enemigos, quienes exclamaron en tono insultante: “He aquí los Hebreos, que salen de las cavernas en que se habían escondido,” y los desafiaron diciéndoles: “Subid a nosotros, y os haremos saber una cosa,” con lo cual querían decir que castigarían a los dos israelitas por su atrevimiento. Este reto era la señal que Jonatán y su compañero habían convenido en aceptar como testimonio de que el Señor daría éxito a su empresa. Desapareciendo entonces de la vista de los filisteos, y escogiendo un sendero secreto y difícil, los guerreros se dirigieron a la cumbre de una peña que había sido considerada inaccesible, y que no estaba muy resguardada.

Y subió Jonatán trepando con sus manos y sus pies, y tras él su paje de armas; y a los que caían delante de Jonatán, su paje de armas que iba tras él los mataba.”


Penetraron así en el campamento del enemigo, y mataron a los centinelas, que, abrumados por la sorpresa y el temor, no ofrecieron resistencia alguna.

Los ángeles del cielo escudaron a Jonatán y a su acompañante; pelearon a su lado, y los filisteos sucumbieron delante de ellos. La tierra tembló como si se aproximara una gran multitud de soldados a caballo y carros de guerra. Jonatán reconoció las muestras de ayuda divina, y hasta los filisteos comprendieron que Dios obraba por el libramiento de Israel. Un gran temor se apoderó de la hueste enemiga, tanto en el campo de batalla como en la guarnición (puntos militares fijos). En la confusión que siguió, tomando equivocadamente a sus propios soldados como enemigos, los filisteos comenzaron a matarse mutuamente.

Pronto se oyó en el campamento de Israel el ruido de la batalla. Los centinelas (vigilantes) del rey le informaron que había una gran confusión entre los filisteos, y que su número estaba disminuyendo. Sin embargo, no había noticia de que alguna parte del ejército hebreo hubiera salido del campamento. Al inquirir sobre el asunto, se comprobó que nadie se había ausentado del campamento excepto Jonatán y su escudero. Pero viendo que los filisteos iban perdiendo, Saúl llevó su ejército a participar en el asalto. Los desertores y traidores hebreos que se habían pasado al lado del enemigo se volvieron ahora contra él; gran número salió también de sus escondites, y mientras los filisteos huían, el ejército de Saúl les infligió terribles estragos.


Resuelto a aprovechar hasta lo sumo (al límite) su ventaja, el rey prohibió precipitadamente a sus soldados que comieran alimento alguno durante todo el día, y reforzó su mandamiento por esta solemne imprecación: “Cualquiera que comiere pan hasta la tarde, hasta que haya tomado venganza de mis enemigos, sea maldito.” Ya se había ganado la victoria, sin el conocimiento ni la cooperación de Saúl; pero él esperaba distinguirse mediante la destrucción total del ejército derrotado. La orden de no comer fue motivada por una ambición egoísta, y demostraba que el rey era indiferente a las necesidades de su pueblo cuando estas necesidades del pueblo contrariaban su deseo de ensalzamiento propio. Y al confirmar esta prohibición mediante un juramento solemne, demostró Saúl que era profano a la vez que temerario (imprudentemente peligroso). Las palabras de la maldición atestiguan que el celo de Saúl era en favor suyo, y no para la gloria de Dios. Declaró que su propósito no era “que el Señor fuese vengado de sus enemigos,” sino más bien “que haya tomado venganza de mis enemigos”.


La prohibición dio lugar a que el pueblo violase un mandamiento de Dios. Habían estado peleando todo el día, y se sentían débiles por falta de alimento; y tan pronto como terminaron las horas abarcadas por la restricción, cayeron sobre el botín de ganado de la guerra; y devoraron carne con la sangre, violando así la ley que prohibía comer sangre. (Deuteronomio 12:23)


Durante la batalla, Jonatán, que nada sabía del mandamiento del rey, lo violó inadvertidamente al comer un poco de miel mientras pasaba por un bosque cubierto parcialmente de miel. Saúl lo supo por la noche. Había declarado que la violación de su edicto sería castigada con la muerte. Aunque Jonatán no se había hecho culpable de un pecado voluntario, y a pesar de que Dios le había preservado la vida milagrosamente obrando la liberación por medio de él, el rey declaró que aún así, la sentencia debía ejecutarse. Perdonar la vida a su hijo habría sido de parte de Saúl reconocer tácitamente que había pecado al hacer un voto (juramento) tan temerario (imprudente). Habría humillado su orgullo personal. “Así me haga Dios—fué la terrible sentencia—y así me añada, que sin duda morirás, Jonathán.


Saúl no podía atribuirse el honor de la victoria, pero esperaba ser honrado por otros por su celo y valentía aparente en mantener la santidad de su juramento. Aun a costa del sacrificio de su hijo, quería grabar en la mente de sus súbditos el hecho de que la autoridad real debía mantenerse. Hacía poco que, en Gilgal, Saúl había pretendido oficiar como sacerdote, contrariando el mandamiento de Dios. Cuando Samuel le reprendió, se obstinó en justificarse. Ahora que se había desobedecido a su propio mandato, a pesar de que era un desacierto, un mal juramento y había sido violado por inocente ignorancia, el rey y padre sentenció a muerte a su propio hijo. Era tan obstinado que prefería matar a su hijo que admitir que se había equivocado para humillarse pidiendo humilde perdón ante Dios y el pueblo.


El pueblo se negó a permitir que la sentencia fuese ejecutada. Desafiando la ira del rey, declaró: “¿Ha pues de morir Jonathán, el que ha hecho esta salud grande en Israel? No será así. Vive Jehová, que no ha de caer un cabello de su cabeza en tierra, pues que ha obrado hoy con Dios.” El orgulloso monarca no se atrevió a menospreciar este veredicto unánime del pueblo, y así se salvó la vida de Jonatán.


Saúl no pudo menos de reconocer que su hijo era preferido tanto por el pueblo como por el Señor. La salvación de Jonatán constituyó un reproche severo para la temeridad del rey. Presintió que sus propias dichos en maldiciones recaerían sobre su propia cabeza. No prosiguió ya la guerra contra los filisteos, sino que regresó a su pueblo, melancólico y descontento. El líder que pretendía dirigir una nación entrera era como un niño cuya actitud desembocaba en berrinches cuando su voluntad no era satisfecha.


Los que están más dispuestos a excusarse o justificarse en sus pecados son a menudo los más severos para juzgar y condenar a los demás. Muchos, como Saúl, atraen sobre sí el desagrado de Dios, rechazan los consejos y menosprecian las reprensiones. Aun cuando están convencidos de que el Señor no está con ellos por sus claros errores, se niegan a ver en sí mismos la causa de su dificultad. Albergan un espíritu orgulloso y jactancioso, mientras se entregan a juzgar y reconvenir cruel y severamente a otros que son mejores que ellos. Sería bueno que cuantos se constituyen en jueces meditasen en estas palabras de Cristo: “Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados; y con la medida con que medís, os volverán a medir.” Mateo 7:2.


A menudo los que procuran ensalzarse a sí mismos se ven puestos en situaciones difíciles que hacen revelar su verdadero carácter. Así pasó en el caso de Saúl. Su conducta convenció al pueblo de que el rey apreciaba el honor y la autoridad reales hacia sí más de lo que amaba la justicia, la misericordia y la benevolencia hacia otros. Así fue inducido a ver el error que había cometido al rechazar la forma de gobierno que Dios les había dado. El pueblo había renunciado al profeta piadoso, cuyas oraciones habían traído grandes bendiciones, por un rey que en su celo ciego y egoísta había traído e impetrado una maldición sobre ellos.


Si los hombres de Israel no hubieran intervenido para salvar la vida de Jonatán, el libertador Jonatán habría perecido por decreto del rey. ¡Con qué dudas y cuantas vacilaciones debe haber seguido aquel pueblo desde entonces la dirección de Saúl! ¡Cuán amargo les habrá sido pensar que ese hombre había sido colocado en el trono por decisión de ellos mismos! El Señor soporta por mucho tiempo los extravíos de los hombres, y a todos les otorga la oportunidad de ver y abandonar sus pecados; pero aun cuando parecería que hace prosperar a los que menosprecian su voluntad y pasan por alto sus advertencias, tarde o temprano pondrá oportunamente de manifiesto la insensatez y necedad de ellos.


Este capítulo está basado en todo el capítulo 14 del libro 1 Samuel en la Biblia:

Además, es ocupado el relato de forma modificada el libro Patriarcas y Profetas. Capítulo 60; "La presunción de Saúl" de la autora finada Elena G de White.

Link del libro y del capítulo: https://m.egwwritings.org/es/book/183.3226#3226

De los adventistas del Séptimo día.

Este es el séptimo blog dedicado a la serie de la monarquía de Israel. Entre al inicio de la página para ver todos los blogs y todas las partes de la historia.


Solo a Dios la Gloria.


 
 
 

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